RÍO TINTO
Hace cinco mil años —que es casi decir una eternidad— el río Tinto no tenía ni nombre ni color. Fue la mano del hombre, y las vidas que en ello se dejaron, la que a golpe de pico arrancó al subsuelo ese rojo profundo, como de sangre, que tiñó sus aguas para siempre. Hoy, su corriente espesa, rica en hierro y pobre en oxígeno, fluye como una alegoría de la muerte.
Atraviesa bosques de pinos piñoneros, que se reflejan en la superficie del agua creando ilusiones ópticas y atmósferas que bien podrían haber sido pintadas por artistas del Romanticismo. De cerca, es pura música visual: una sinfonía de formas, texturas y colores. Sus superficies agrietadas y sus capas de óxidos son abstracción en estado puro, una experiencia sensorial que roza lo pictórico.
Trabajo entre escorias, juego con los espumarajos como un niño en busca de formas. Aquí, el arte no se inventa: se encuentra.
Con el paso de las estaciones, el Tinto cambia. Cambia tanto que uno diría que ha aterrizado en otro planeta. Y si no, que se lo pregunten a la NASA, que anda por aquí tan desorientada como si estuviera en Marte.